Esta es la casa en la que se gestan las otras nueve, su hambre y escritura y sobre la que vuelve a caer el granizo, tocando la desgracia de una ciudad cantada por sus mujeres. Entre ellas nací como otro ruido que se mueve sobre el polvo.
M u r o d e c a r n e
Cecilia Podestá
A Julia Ortiz, hermana, granizo, otra casa entre las nueve. A Raúl Mendizabal y a la memoria de Rosi Roca por escuchar ambos entre los muros desaparecidos y calcinados bajo el sol; lo que parecía callado. A Mijail Podestá. A Rosario Rivas Tarazona, por los aviones humanos de la avenida Javier Prado. A Raúl Varillas Estrada por guardar dentro de su estómago a los monstruos que rondan mis mañanas golpeando sus dientes dentro de mi boca.
Todas las casas son el inicio y el final y en todas soy el encierro, el polvo, el moho que se extiende junto al silencio entre sus muros abandonados para quedar como la fotografía de los que ahí vivieron.
Dentro de la casa que no existe más
soy el padre
el hijo
el muro que los encierra a todos
y del que aun comen los recuerdos
en busca del olor a mañanas cansadas
o del silencio de una bata de algodón
paseando entre escaleras.
Poco fui la madre
la muchachita que maduró al parir a los dieciocho años
la que dejó rodar el ojo grande y marrón bajo la mesa
y apoyó con paciencia el mentón sobre el polvo
para recibir torpemente el amor,
como en una celebración
o plegaria inútil
(esa, la misma y repetida plegaria a oscuras
para su propio hombre muerto,
su marido,
acaso hombre reciente).
Y fui el verdugo
el padre que vivió sobre el suelo
mutilado y devorado eternamente
por los ojos de sus hijos
el que hizo del amor un cáncer que rajaba
y arrancaba con violencia la pintura de las paredes.
Dentro,
la muchacha
-y en propia sentencia-
estaba dispuesta a morir en él
(tendida al cuerpo de su joven marido
como sus rodillas sobre el suelo
durante la misma plegaria de sus labios cedidos
y a veces quebrados con amor, con infinito amor).
Entonces le abrieron las piernas
para sacarle hijos vivos y muertos
incluso un poco de felicidad.
Y yo,
que nací primero
no era más que uno de los muros amargos
y dentro, también él,
un hijo vivo,
otro pequeño muro en su piel:
uno más pequeño que yo
resumido en una masa de carne
tiernamente envuelta en una manta.
Ambos llorábamos por las mañanas,
él
porque buscaba el pezón redondo y marrón
que le quitara el hambre
yo
porque la muerte entraba por las ventanas junto al
granizo
a ser parte de nosotros
entre los juegos de infancia.
Quedaba ella reunida en las manos como agua
y nos la arrojábamos sonrientes.
Así, la muerte quedaba salpicada e inocente
cayendo lentamente sobre las casas prestadas,
sobre los muros alquilados que guardaban
nuestros recuerdos,
y entre los que vivimos siempre cerca del ruido
de las campanas de las iglesias
y de sus bancas apolilladas.
En ellas, lo recuerdo, yo arrojaba silenciosa
los gritos de las habitaciones desde mis bolsillos
e inventaba alguna oración que sabía, era inútil.
En cambio mi madre se sentaba en las mismas bancas
a sentir las astillas
y a comer recuerdos en vez de pan,
o a maldecir el amor pasando saliva.
Y observaba a sus hijos,
nosotros,
pensando en los dos que perdió
cuando cayó sobre frías losetas.
Después regresaba vencida
a atravesar el umbral de la casa
en la que todas las cosas eran viejas y prestadas
y en la que habitaba el marido
al que acostumbraba mirar
como a un animal dormido,
cuidando que no abriera el ojo
y desatara fieramente el otro.
Resignada a él
tocaba los colores oscuros en su carne
como lo hacía antes con sus muslos
y senos redondos
cuando aun tenía belleza que ofrecer
e ingenua como una niña
creía en esa casa como en un dios
o que ocupaba un lugar sagrado en la mesa.
Y aprendió a ocultar el rostro amoratado
y parecer un apacible fantasma de mañana
dentro de una bata de dormir.
Sin embargo, algunas veces y como jugando
asaltábamos su perfil en busca de una caricia
y quedábamos los dos:
el hijo más pequeño y yo,
malditos
y convertidos en piedra.
Nos habían sido develados los colores oscuros
en su carne tan bella.
Ese fue el primer secreto
que nos fue otorgado como hermanos,
el primer juego
y la mirada:
la primera desgracia que caía sobre el suelo
y la que heredé para mis ojos muertos
que nunca han visto más en el espejo.
Todos lo sabían:
yo era la casa que la encerraba
era el padre,
el hijo,
el amor marchito.
Yo era la piedra
que se había formado bajo el reino de su rostro
la piedra blanca y clara
que rodeaba su cuerpo,
su llanto,
sus cabellos
a veces una sonrisa
otras, la violencia que envolvía su cabeza como un paño.
Y qué soy ahora
sino el verdugo que escribe,
la hija que se esconde
detrás de estos versos miserables
y recuerda al hombre mutilado ante sus ojos
cuyo apellido heredé
como mi madre lo hizo con los recuerdos
de las nueve casas en las que vivimos
durante siete años
entre muertos y miseria
detenidos por la desgracia de una ciudad
envejecida y adormecida,
y por el canto eterno de sus muertos
siempre recientes
tan ofrecidos a la memoria
como arrojados no sólo sobre el concreto
durante las madrugadas
sino a los ojos:
esos desgraciados abismos
imaginados y encerrados por el recuerdo.
Y las nueve casas fueron una
y en ellas
nos repartimos la ceniza nómada de una fotografía
en la que la sonrisa sólo presagiaba la soledad
como única enfermedad.
Y las nueve casas comieron de nosotros
quedando regadas entre ellas:
la infancia
plazas
y domingos,
pero no extrajeron de la piedra sentada
(esta que soy yo)
el amor al padre que crió a sus hijos, nosotros,
para ser verdugos de su sangre.
De él,
heredé la culpa de ser el muro más amargo
sin derecho a arrancarse el moho
o a sacudir sus fusilados
secos por el tiempo y por el sol.
Y fui el padre
el amor marchito
el hijo
y la sentencia.
Pero
¿cuando fui la madre?
quizá cuando a los dieciocho años,
edad en la que ella me parió
quité la marca de nacimiento
que cargaba sobre mi carne
acaso la fiebre de mi frente
un lunar
o el apellido
pero no ese triste amor heredado
Y junto al recelo
que hizo de mí
la bestia parca de ojos grandes y violentos
con aliento a noche y niebla helada
de lomo áspero y corazón oscuro
que recibió como en un bautismo
el temor a ser una sombra violenta que se tiende
y extiende sobre el suelo
-sombra violenta como lo era mi padre-
y sobre la que llovieron los ojos de todos los muros
entre los que descubrí que el amor puede tragarse
como un pan seco
y coronarse en el estómago
junto al miedo,
la vergüenza
y al error.
¿Qué hay detrás de este muro de carne que esta noche presenta Cecilia Podestá?[1]
Este libro -de mayor raigambre autobiográfica que sus entregas anteriores, pero con la suficiente sutileza como para no incluir elementos anecdóticos innecesarios- se construye sobre la base de una voz, extraña en algún sentido, que remite una presencia que recorre los varios resquicios de una casa múltiple y amenazada desde dentro y desde fuera. Desde fuera, por “siete años entre muertos y miseria”. Desde dentro, por un sistema de encierros, simbólicas mutilaciones emocionales, desgastes y corrosiones.
La casa en cuestión (“las nueve casas fueron una” dice un verso) es el escenario de un complicado sistema familiar. Los muros, en este sentido, a la vez que cumplir su función protectora, también (y quizás sobre todo) encierran. La madre, el padre, el hijo y la hija se mueven, así, en una perturbada dinámica de carencias y oscuridades en la que el amor es mencionado como un cáncer que raja y raspa las paredes. Un amor convertido en mecanismo de subordinación y anonadamiento.
¿Hasta qué punto, podríamos preguntarnos, las amenazas de la referida violencia del afuera tiñen la vida de adentro? ¿O es que el enrarecido mundo interno de la casa hace que el exterior se vuelva proyección del asfixiante microcosmos familiar? Muro de carne no pretende dar pistas claras para responder a esta pregunta (aunque no es un dato caprichoso el hecho de que la autora, ayacuchana, haya pasado los años de la infancia en la ciudad de Huamanga a fines de los 80). Pero, de hecho, no hay explicaciones sobre esto, posiblemente porque se trata de sugerir una doble refracción, una contaminación bidireccional que hace que no exista posibilidad de salida sino solo de sumersión constante en esta atrofiada condición.
Por todo ello el símbolo del muro propuesto por este conjunto de Cecilia Podestá resulta apropiado y contundente. Los muros cuidan pero aíslan. Dan seguridad pero impiden la salida. El muro, como pared de piedra o de ladrillo, marca los límites del espacio que se habita. Pero es también muro de carne, como reza el título: el cuerpo que se vuelve frontera del encierro y las imposibilidades, y que remite, indudablemente, a la maternidad (a la figura de la madre) como pasiva figura que carga las huellas de su sacrificio hasta “parecer un apacible fantasma de mañana / dentro de una bata de dormir”.
Entre los personajes de este universo, de relaciones fracturadas por toda esa violencia externa y los desgastes de vida organizada alrededor de una fuerte voluntad de dependencia emocional, es la hija quien asume la voz y, al hacerlo, se atribuye el poder de la memoria: “Y qué soy ahora sino el verdugo que escribe versos”. Quizás por ello puede afirmar que ha ocupado todos los roles de este teatro familiar: ha sido padre, hijo, hija, por supuesto; pero “poco fui la madre”, señala. En ese papel no llega a estar sino solo una vez, cuando decide de algún modo romper con la reiterativa dinámica de ahogamiento. Cuando, como dice: “quité la marca de nacimiento que cargaba sobre mi carne / acaso la fiebre de mi frente/ un lunar / o el apellido”. En ese momento en que por contraposición se identifica y construye la posibilidad de organizar los recuerdos de tal modo que pueda permitirse una mirada propia, distante, independiente.Muro de carne, en ese sentido, es un conjunto que revela su fuerte voluntad de trabajar desde las cicatrices heredadas que son ya, sin duda, propias. Su lenguaje crudo y raspante evidencia una imprescindible auscultación.
Luis Fernando Chueca
La casa no es solo el espacio que habitamos, a veces se transforma en una inquietante metáfora del encierro existencial y la asfixia con la que sellamos nuestros actos. El amor tampoco es el bien común que esperamos edificar sino una herida en la que sucumbimos cada día, el muro de carne, como la piel que nos cubre, semejante a las paredes que nos envuelven antes de nacer.
En Muro de carne, de Cecilia Podestá, el amor y la maternidad asfixian, vuelven la casa de piedra, porque el amor es triste, un pan seco para mitigar el miedo y la vergüenza. Sentimientos y sensaciones que coronan un espacio poético donde se instala una gran tensión; no sabemos bien si ésta se origina antes o después del nacimiento.
Imposible e improbable aún, pero cómo quisiéramos recordar los nueve meses que permanecimos bajo esas paredes de carne. Estos breves e intensos poemas lo intentan en un lenguaje que va de la transparencia y accesibilidad de la imagen a la obstrucción del significado, cual una plegaria inútil.
Carmen Ollé
MURO DE CARNE
En Muro de Carne, de Cecilia Podestá, cada estrofa se yergue como un micropoema, cuyos significados van avanzando y retrocediendo, palpitando -digámoslo con más exactitud-, hasta expresar por último la idea central de que la casa donde uno pasa la vida terrenal se transfigura en nuestra mismísima carne. Son el padre y la madre, es la muchachita que asume la maternidad, es el marido, son los hijos que se transfiguran en nueve casas, en que se habitan durante siete años, y que asumen todo lo corporal de sus moradores Así, por fortuna ,la frágil carne se transforma en morada, no efímera sino permanente, gracias a los versos de Cecilia Podestá, encarnados en un cabal hablante poético de estos días.
Carlos Germán Belli
[1] Estas palabras fueron leídas el 6 de septiembre del año 2007 por Luis Fernando Chueca en la presentación de una primera versión de muro de carne, que se imprimió como una plaqueta en cincuenta ejemplares artesanales. Muro de carne es un capítulo de Granizo, libro imposible, verdugo y traidor, que guarda canciones que no deberían ser escuchadas y nombres para los muertos de la infancia.